Dentro llevan
aventuras, reflexiones o rollos que el lector se salta. Pero, una vez que se
les suelta por el mundo, los libros tienen su propia vida, la verdadera, a
menudo encerrados en paquetes de correos, otras veces olvidados en un café al
lado de una bufanda roja. Y ahí empieza siempre un nuevo capítulo, pues a saber
si la lectora volverá a por la bufanda, si el libro no habrá emprendido ya otra
lectura en compañía de un jubilado…
—Faltaban 5
céntimos.
—Pues me lo han
franqueado aquí mismo. Mire la factura.
—Sí, ha habido
un error. No se preocupe, voy a añadir el sello que falta.
—Pero el que
lleva está ya matado.
—Eso lo borro
ahora mismo. Mire.
Y la señora de la
oficina sacó una goma y se puso a la labor.
Yo me dije que
ese libro –que era El señor Nicéforo–
le había cogido decididamente gusto a la aventura. Había aparecido esa mañana
en el buzón después de una semana dando vueltas por cadenas sin fin y cajones
con códigos postales y ahora se proponía una segunda salida donde lo más
probable es que le echaran otra vez el alto por llevar un matasellos borrado,
cosa bastante evidente a pesar de todos los esfuerzos de la señora.
Pero no volvió.
Una cartera lo llevó a su destinatario una de estas tardes cortísimas de las
Navidades. Es esa una operación banal, en suma, que pone simplemente en
contacto a un objeto (en este caso paginado) con una persona. La persona abre
el sobre, explora cubierta y contracubierta. “¿Quién será este de la foto?”. El
índice, “Hum, tampoco dice demasiado el índice”. Y vuelta a la contracubierta…
“Habrá que echar un vistazo más despacio después de la cena”.
Y El señor Nicéforo se queda ahí callado,
en una esquina de la mesita. Esperando.