domingo, 31 de diciembre de 2017

La verdadera vida de los libros


Dentro llevan aventuras, reflexiones o rollos que el lector se salta. Pero, una vez que se les suelta por el mundo, los libros tienen su propia vida, la verdadera, a menudo encerrados en paquetes de correos, otras veces olvidados en un café al lado de una bufanda roja. Y ahí empieza siempre un nuevo capítulo, pues a saber si la lectora volverá a por la bufanda, si el libro no habrá emprendido ya otra lectura en compañía de un jubilado…

—Faltaban 5 céntimos.
—Pues me lo han franqueado aquí mismo. Mire la factura.
—Sí, ha habido un error. No se preocupe, voy a añadir el sello que falta.
—Pero el que lleva está ya matado.
—Eso lo borro ahora mismo. Mire.
Y la señora de la oficina sacó una goma y se puso a la labor.

Yo me dije que ese libro –que era El señor Nicéforo– le había cogido decididamente gusto a la aventura. Había aparecido esa mañana en el buzón después de una semana dando vueltas por cadenas sin fin y cajones con códigos postales y ahora se proponía una segunda salida donde lo más probable es que le echaran otra vez el alto por llevar un matasellos borrado, cosa bastante evidente a pesar de todos los esfuerzos de la señora.

“Franqueo insuficiente” decía la etiqueta de vuelta. ¿Con qué etiqueta volvería ahora?
Pero no volvió. Una cartera lo llevó a su destinatario una de estas tardes cortísimas de las Navidades. Es esa una operación banal, en suma, que pone simplemente en contacto a un objeto (en este caso paginado) con una persona. La persona abre el sobre, explora cubierta y contracubierta. “¿Quién será este de la foto?”. El índice, “Hum, tampoco dice demasiado el índice”. Y vuelta a la contracubierta… “Habrá que echar un vistazo más despacio después de la cena”.
Y El señor Nicéforo se queda ahí callado, en una esquina de la mesita. Esperando.

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