lunes, 21 de junio de 2021

Dos gotas

 


La lluvia cae despacio sobre la tierra seca y Kopa me mira volviendo la cabeza por la derecha.

— Oye, que está lloviendo. A ver si va a venir la tormenta con su cabeza de martillo y la liamos.

— Vamos a aguantar un poco, hombre. Son dos gotas.

— Ya, dos gotas…

Kopa sabe hablar con los ojos y con la cabeza, no solo con los otros caballos sino con los humanos que entienden de miradas.

Yo algo he aprendido en ese tipo de conversación. Porque el ojo además lleva detrás todo el cuerpo, como un imán, y Kopa no necesita mirarme para saber que vamos de círculo o de diagonal. Nuestros movimientos se acoplan bien mientras los míos son claros, pero como dude un ápice de segundo, Kopa empieza a hacerse preguntas, con razón.

— Debe ser lo mismo que la otra vez  – se dice.

 

Al final son dos gotas y podemos seguir el entrenamiento un buen rato. Se está bien. La lluvia ha matado el polvo y hasta el gallipavo, que Kopa mira con un cierto recelo, nos deja hoy tranquilos. Solo se oye a lo lejos un pájaro carpintero perforando su nido, marcando un compás endiablado que no podemos seguir.

 Siempre paramos ceremonialmente en el mismo sitio.

Kopa me señala la cerca donde suelo dejar el jersey.

— No, hombre. Con este calor, hoy no lo he traído. Está en la cuadra. Venga, vamos.

Los primeros relinchos nos saludan desde los prados cercanos al atravesar de vuelta la quebrada.


 

domingo, 31 de diciembre de 2017

La verdadera vida de los libros


Dentro llevan aventuras, reflexiones o rollos que el lector se salta. Pero, una vez que se les suelta por el mundo, los libros tienen su propia vida, la verdadera, a menudo encerrados en paquetes de correos, otras veces olvidados en un café al lado de una bufanda roja. Y ahí empieza siempre un nuevo capítulo, pues a saber si la lectora volverá a por la bufanda, si el libro no habrá emprendido ya otra lectura en compañía de un jubilado…

—Faltaban 5 céntimos.
—Pues me lo han franqueado aquí mismo. Mire la factura.
—Sí, ha habido un error. No se preocupe, voy a añadir el sello que falta.
—Pero el que lleva está ya matado.
—Eso lo borro ahora mismo. Mire.
Y la señora de la oficina sacó una goma y se puso a la labor.

Yo me dije que ese libro –que era El señor Nicéforo– le había cogido decididamente gusto a la aventura. Había aparecido esa mañana en el buzón después de una semana dando vueltas por cadenas sin fin y cajones con códigos postales y ahora se proponía una segunda salida donde lo más probable es que le echaran otra vez el alto por llevar un matasellos borrado, cosa bastante evidente a pesar de todos los esfuerzos de la señora.

“Franqueo insuficiente” decía la etiqueta de vuelta. ¿Con qué etiqueta volvería ahora?
Pero no volvió. Una cartera lo llevó a su destinatario una de estas tardes cortísimas de las Navidades. Es esa una operación banal, en suma, que pone simplemente en contacto a un objeto (en este caso paginado) con una persona. La persona abre el sobre, explora cubierta y contracubierta. “¿Quién será este de la foto?”. El índice, “Hum, tampoco dice demasiado el índice”. Y vuelta a la contracubierta… “Habrá que echar un vistazo más despacio después de la cena”.
Y El señor Nicéforo se queda ahí callado, en una esquina de la mesita. Esperando.

martes, 12 de diciembre de 2017

¿Son selfis los cuentos de El señor Nicéforo?


La diferencia no es tanta entre escribir y fotografiar: hay un ojo que ve y una retina que graba… o una mano que escribe. En la mano y la tecla todo es siempre un poco más analítico –sujeto y predicado, ya saben– pero la fotografía analiza también lo suyo, pues todo son contrastes de luz y sombra si se quiere decir algo, que siempre se quiere: las fotos no se limitan a la simple denotación de “Pepa en la playa” sino que Pepa tiene que quedar razonablemente bien, sonreír a la cámara, vamos, establecer una relación con la foto como tal y con el invisible fotógrafo.
Es decir, una foto no es simplemente la imagen de un personaje sino más bien la imagen de un personaje siendo fotografiado. ¿Y qué pasa con los objetos, me van a decir ustedes, que ni sonríen ante la cámara ni les importa un pimiento que les saquen en la foto? Casi lo mismo, les diré, pues los objetos también tienen su corazoncito y no siente Carlos Gardel su Buenos Aires de la misma manera que un turista llegado al aeropuerto Ministro Pistarini con la agencia de El Corte Inglés.
Y hagan ustedes una prueba contra ustedes mismos: fotografíen un objeto anodino como la puerta del número 27 de su calle; dejen pasar un par de semanas y vuelvan a fotografiar la misma puerta. Comparen ahora. ¿No observan ciertas sutiles diferencias, y eso que las fotos están hechas por la misma persona, con el mismo teléfono y posiblemente a hora muy semejante?
El colmo del caso es el selfi, en el que fotógrafo y fotografiado se identifican y bifurcan al mismo tiempo, pues la foto suele ser para los amigos del fotógrafo, Facebook mediante, para decirles que estaba ahí, que ya le han puesto el sello del lugar en el pasaporte. Al fondo se vislumbra un monumento que es el here que aparentemente justifica el selfi, pero casi todo está ocupado por un primer plano invasivo que es el I was, o sea, yo. Tiene usted razón, señora: a mí no me gustan los selfis. Ni tampoco las agencias de viajes.
Bueno, pero el caso es que debería llegar adonde iba. Alguien me ha insinuado recientemente que los cuentos del volumen de El señorNicéforo y otros cuentos circulares podrían ser entendidos como selfis escritos, en los que Pilar y yo nos hacemos la foto en el decorado de turno. La idea es interesante por lo que tiene de metáfora, pero yo creo que no es exacta: una cosa es hacerse el selfi y otra muy distinta es estar en la foto, estar ya ahí anclados en el tiempo, que es lo que nos ha pasado a nosotros al escribir esos cuentos. Un ojo que ve, eso es lo que somos, con el acierto y la gracia de que hayamos sido capaces, esa es otra cuestión.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Chipé kalí (lengua gitana)


En el orden de las cosas está primero el film Django (Etienne Comar, 2017), que fui a ver una tarde gris del invierno o de la primavera pasados. No es una película redonda pero fuerza sí tiene, y la prueba es que despertó en mí las viejas historias familiares del paso de los gitanos por La Aldehuela, donde iban siempre a visitar al abuelo Eugenio. Hasta un príncipe gitano dicen que estuvo una vez en su casa. A saber.
Alcaudete, 1975.
Pero la vida es como las novelas: en este capítulo acompañamos aquí a estos personajes y en el siguiente nos vamos allá con otros, para volver en el tercero otra vez a los de antes. Y así me encontré yo muchos años después en Alcaudete (Jaén), en un trabajo de campo sobre los gitanos que me permitió completar un máster en antropología pero que –por aquello del cambio de capítulos y de guerras– se quedó sin publicar en la tableta de las tesis. Tuve allí dos buenos ayudantes gitanos que me acompañaron incansablemente a hacer entrevistas y me enseñaron el kaló que sabían. Una tarde, ya de vuelta, en una tasca de las afueras, uno de ellos se arrancó por bulerías y ahí pude sentir por primera vez el verdadero huracán que encierra el flamenco.
Corrieron los años y, entre clase y clase, fui escribiendo proyectos, informes, análisis (mayormente de corpus teatrales)… para llegar al final a la libertad de escribir los libros que me gustaría leer y que no había encontrado escritos. Entendámonos, me gustan –por citar solo algunos nombres bien mezclados– casi todos los libros que escribe Éric-Emmanuel Schmitt, los que escriben Arturo Pérez-Reverte, Alice Munro o Santiago Posteguillo, y por supuesto los que ha escrito Umberto Eco. Pero yo tengo que liberarme también de mis propias historias, conseguir compartirlas al menos con los amigos.
Cuando fui a ver Django –sobre el guitarrista gitano Django Reinhardt–, hacía poco que había terminado la novela Tres diálogos de otoño y estaba preparando material para la siguiente, para dos siguientes en realidad. Pero esa película me devolvió al abuelo Eugenio: había que empezar por ahí.
Así escribí La vuelta de los gitanos y, en cuanto le mandé el texto a mi hermana Pilar, comenzó un cruzado epistolario que enseguida quedó plagado de otros cuentos, suyos o míos, pero todos ellos sutilmente enlazados. Alberto, el hijo de Pilar, nos lo ha dicho nada más leerlos: “Son como capítulos de un texto seguido”. Curioso texto colectivo y por entregas: El señor Nicéforo y otros cuentos circulares.

Ricardo Serrano Deza

viernes, 24 de noviembre de 2017

Empezar la casa...

Escribir por el techo es como empezar la casa por el tejado, sin orden y al revés. Pero a estas horas de la edad, no vamos a andarnos ya por las ramas ni a entrar en el juego de las consabidas etapas y aprobaciones: no nos queda sino envidar, todo a un órdago a la grande con fuegos artificiales. Juntamos una media de 75 abriles, o sea…

Mas soseguemos el resuello y consideremos que nuestro hábito de emborronar los techos tiene precedentes: Michel de Montaigne, el hombre tranquilo de la revuelta Europa de fines del XVI, el que miraba por la ventana para desentumecer los ojos de la lectura, el hombre abierto a la diferencia, tenía escrito todo el techo de su biblioteca, palmo a palmo y viga a viga. Salvando las distancias, que son algunas, quizá no vayan nuestros pasos tan descaminados.

En este blog reincidiremos y daremos parte y noticia de los libros de casa, unas veces de los que escribimos y otras de los que leemos, que todo termina siendo uno y lo mismo… Aunque con algún distingo, pues, en cuanto a los escritos por nosotros, nos hemos saltado a la torera la honorable figura del editor, así como las muchas ofertas de original que esa figura tiene por costumbre rechazar. En resumen: publicamos a cuenta de autor y asumimos sucesivamente la labor de pergeñar los textos; luego la de las ingratas galeradas (con la buena colaboración de una mano amiga); después las propias del tipógrafo y del grafista; más tarde la del gestor de números ISBN y depósitos legales; entre tanto, la del ePub para la versión electrónica; y al final toca promocionar el libro entre propios y extraños. Los lectores dirán si la calidad de nuestros libros adolece de esa organización de hombre y mujer orquesta.

Entre los ejemplares que regalamos y los que no vendemos, el negocio no es propiamente floreciente. Pero si uno de nuestros lectores nos dice que le ha emocionado tal pasaje nuestro, ahí quedamos pagados en la autoestima y, sobre todo, tocados en el corazón... Y nos vamos a la cama con la ilusión de que en alguna estación de tren de provincias hay quizá un viajero leyendo ese mismo fragmento, recreándolo a través del tiempo.

Las próximas entradas estarán dedicadas a nuestro reciente volumen El señor Nicéforo y otros cuentos circulares (que también está disponible en versión ebook).

Pilar y Ricardo Serrano Deza

Dos gotas

  La lluvia cae despacio sobre la tierra seca y Kopa me mira volviendo la cabeza por la derecha. — Oye, que está lloviend...